domingo, mayo 29, 2005

"Los medios del poder", por Exequiel Vergara

“No es posible no comunicar” (Watzlawick)

Con frecuencia suele sintetizarse en una célebre frase, de tan sólo cinco vocablos, la moraleja de esa gran obra de la política que constituye “El príncipe”. Girando una vez más sobre esa expresión tan abarcadora, podría enarbolarse un nuevo corolario en el aprovechamiento de la equivocidad de sus términos.

“El fin justifica los medios”, he allí la condensación conceptual que supuestamente nos legó Maquiavelo. Demos a “medios” un sentido comunicacional, y empezaremos a vislumbrar otra forma de hacerle justicia a semejante razonamiento teleológico.

La llamada “aldea global” ha evidenciado métodos espectaculares en la búsqueda de concentrar el poder, de todos los cuáles ninguno ha sobresalido con tanta relevancia como el manipuleo de la información, ni se ha impuesto con significación tan indiscutible como la lucha por el control de la opinión pública.

La democracia, entendida al día de hoy, conlleva el inevitable predominio del número; y en ese número cobran trascendencia los pensamientos y posturas que se imponen al electorado. Quien gobierne el imperio de lo mediático, ya sea a niveles planetarios o en el reducido espacio del municipio, quien pueda administrar y proveer de información al ciudadano, en las dosis correctas y con un programa concertado, será poseedor de la herramienta más eficaz para el político contemporáneo.

Una lucha encarnizada se desata sin cuartel por conquistar el trono de la información masiva, por ejercer la mayor influencia que permiten los códigos liberales sobre una prensa que siempre simula independencia. No importa cuán elaborada sea la estrategia para la construcción del poder, ya sea en sus cimientos, estructuras o mantenimiento, los medios de comunicación serán la estocada de gracia ante las críticas, obstáculos y oposiciones. Más allá del sistema económico vigente o el ideario político que vincule a sus integrantes, todo Estado del nuevo milenio hace hasta lo imposible por canalizar la información mediante las vías oficiales, evitando el desborde hacia los sectores no genuflexos.

Todos los grupos humanos, desde tiempos inmemoriales, necesitaron sistemas para la circulación de la información. Los persas (y en América los incas) establecieron las denominadas “postas de llamada” (chasquis) para el envío de mensajes. Los pragmáticos romanos consolidaron un vasto servicio a este fin, el respetable “cursus publicus”. En los albores del siglo XIX, la Cámara de Postas dirigió por toda Europa una forma de “Pony Express” cuyos correos uniformados surcaban el continente llevando novedades a príncipes y generales, mercaderes o prestamistas. En su forma primigenia, estos canales eran reservados con exclusividad a los ricos y poderosos; la gente corriente no tenía acceso a ellos y a veces hasta eran prohibidos por las autoridades. En definitiva, estos sistemas de intercambio informativo eran los artilugios de las élites dominantes. El industrialismo, con los grandes movimientos masivos de información, dejó obsoletas las viejas estructuras y destruyó este monopolio de las comunicaciones.

Se inventaron la oficina de Correos, el teléfono y el telégrafo. Vieron luz los periódicos y revistas de circulación masiva y finalmente la Radio y la Televisión, identificados como medios de comunicación de masas. Internet y la telefonía móvil se presentan como el último esfuerzo del hombre por mantenerse comunicado. Esta refinada esfera de información ha pasado a ser, mucho más de lo que pueda imaginarse, la clave del éxito o fracaso de innumerables políticas de Estado.

Mientras los gobiernos gastan miles de millones en el espionaje, en Moscú, Bonn y Washington permanentemente caen cancilleres porque los agentes secretos infestan sus ministerios. A su vez, el estallido constante de información mundial nos lanza un bombardeo de imágenes que cambian drásticamente la forma en que cada uno de nosotros percibe y actúa sobre la realidad pública y privada. Nuestras propias psiquis quedan afectadas, cada cerebro crea un modelo mental de la coyuntura, un almacén de imágenes, algunas sencillas, otras complejas y conceptuales como la idea de que “la inflación es causada por el aumento de salarios”. De este modo componemos la representación del mundo situándonos en el tiempo, el espacio y la red de relaciones personales que nos rodea. Estas imágenes se forman a partir de las señales que nos llegan desde el entorno.
El concepto de espacio público fue creado por Habermas para dar cuenta del surgimiento, durante el siglo XVII, en Francia y en Inglaterra, de una esfera intermedia entre la vida privada y el Estado monárquico basado en el secreto. En este ámbito los hombres educados leían el diario, intercambiaban libros y argumentos en los salones literarios y en los cafés. De este uso abierto de la razón, basado en la publicidad (Öffentlichkeit) de los debates, surgió un modelo de buen gobierno y de la ley, que puede oponerse a lo arbitrario de los reyes.

Este espacio hoy está corroído de varias maneras: por la privatización de los personajes públicos, por el mercado y la publicidad, por la instrumentación y las nuevas herramientas y por la fragmentación de los destinatarios. El espacio público es ahora más amplio y atomizado, y huye por las dos terminales, la de lo micro (las “pequeñas patrias” de las comunidades) y de lo macro (el mercado mundial).

Antes del advenimiento de los medios de comunicación, las personas construían su modelo de realidad con imágenes recibidas de un diminuto puñado de fuentes. Los mensajes eran redundantes, iglesia y escuela reforzaban los mensajes transmitidos por la familia y el Estado. El consenso en la comunidad e intensas presiones para lograr la conformidad, actuaban sobre el niño desde el nacimiento para reducir aún más el ámbito de la imaginería y comportamiento aceptables.

Por ejemplo, algunas imágenes visuales fueron distribuidas e implantadas en tantos millones de memorias individuales que quedaron convertidas en íconos. La imagen de Lenin en gesto triunfal bajo una ondeante bandera roja, la de Jesús en la cruz, la de Hitler bramando en Nüremberg o la de Roosvelt con su capa negra, proporcionaron un estereotipo a gran escala que en cierta forma determinó las conductas de millones de receptores.

Nadie representa de manera tan cabal la extraordinaria potencia de la propaganda impuesta, como el temible ministro de Propaganda e Información del partido nacionalsocialista. Joseph Paul Goebbels empleó todos los recursos de los medios de comunicación para cumplir los objetivos propagandísticos nazis, e inculcó en el pueblo alemán la idea de que su líder era un verdadero dios y de que el destino de este pueblo era gobernar el mundo. Desde su cargo promovió una campaña irreversible de odio irracional a los judíos y otros grupos “de diferente raza”.

También el Gran Imperio del Norte hizo del examen de información un culto, y las gigantescas cadenas multinacionales de noticias quedaron sujetas del collar al mango del Mr. President de turno. Los Estados Unidos incluso cuentan en su haber al primer conflicto bélico mediático, la Guerra del Golfo pasó por las pantallas de de la CNN como un gigante videogame. El enfrentamiento entre las cadenas árabes y norteamericanas por dominar la opinión pública y reafirmar las convicciones contrapuestas, posicionó a la hasta entonces nada Occidental Al Jazeera como la opción accesible para la valoración rigurosa del combinado de noticias.

La prensa cubana, y en particular Granma y los respectivos órganos oficiales de cada provincia, se manifiesta esquemática, previsible y poco interesante. Paradójicamente, la escasez del papel y la consiguiente reducción de tirada y de páginas de las publicaciones más importantes, han redundado en un evidente ascenso en el nivel profesional de sus colaboradores.

La propia realidad latinoamericana nos ha dado sobradas muestras de la importancia que revisten los medios como trampolín de acceso al poder o nudo gordiano para amarrar discutibles plataformas. En todos los casos notamos con visibilidad despejada el grado de legitimación –e indirectamente de legalidad- que puede amparar un complejo comunicacional obediente o directamente sustentado por el partido político mayoritario, sin olvidar el impacto que genera la misma situación cuando los hilos de la marioneta informativa los mueven los centros de intereses opositores o, mucho más corriente aún, se hallen monopolizados por empresas de capitales extranjeros e intereses foráneos a la cuestión nacional.

La historia misma de Argentina ofrece una centenaria tradición en este intrincado asunto de utilizar los medios para fines estatales. Desde las primeras publicaciones dirigidas por el valiente Mariano Moreno hasta la constitución del omnipotente grupo Clarín, pasando por las más variadas y antagónicas modalidades políticas.

Cuánto se preocupó Videla de que el mensaje que se emita en forma unánime durante el mundial ’78 sea aquélla gran hipocresía de que “los argentinos somos derechos y humanos”. Y no podemos omitir mencionar a ese gran ajedrecista de la estrategia comunicativa –con maestros de dudosa calaña- que disfrazando la censura mediante “impuestos al papel”, se aseguraba noticias auto complacientes y sonoramente peronistas.

Las reglas de juego han cambiado y los retoques al sistema republicano dieron paso al último y menos aparente modo de vinculación entre el gobernante y el periodista: la financiación camuflada en propaganda política, o simplemente propaganda, que desaparece con espontaneidad prevista cuando el informador olvida ser amable con el anunciante. No es necesario traspasar la frontera provincial para entender cómo trabajan los engranajes de tan provechosa relación monetaria. Los medios que se salen de la vía oficialista, pierden el patrocinio y con ello coartan tajantemente sus posibilidades de expresión.

Entonces debemos comprender cuán indispensable resulta la difusión pública de la información para la democracia moderna y cómo su utilización por los poderes políticos conlleva una definición de base para la toma de posiciones.

En ese doble entramado informativo, en esa naturaleza bidireccional que irradia la esencia de la información en su sentido más amplio, debemos descubrir la herramienta más funcional a nuestras necesidades políticas.

Por un lado y hacia fuera, la información masiva y los medios, que metrallan las conciencias del grupo y moldean los razonamientos populares. Por el otro y hacia dentro, la información científica y técnica, que transita caminos vedados por redes complejas y lo suficientemente privadas a los ojos indiscretos. Así conforman los medios la cara externa e interna de esta suerte de espada de doble filo que constituye el arma comunicativa.

Baste pensar en el eje motivador de la Guerra Fría, el quid de la puesta en marcha de tantas agencias secretas con el sólo objeto de recabar “información”, para tener presente el peso político de esta denominada “información para consumo interior”. Baste recordar el episodio de aquél ex corresponsal de la afamada cadena de noticias estadounidense, que renunció ante las cámaras por no soportar el dirigismo periodístico que marcaban desde las primeras líneas, para poner en mente la medida en que la intervención estatal se vuelve necesaria para fiscalizar una masificada “información exterior”.

Los medios del poder son aquéllas rutas por donde transita la información que alimenta al Estado. Los medios son el derrotero por donde se conduce a los votantes y circula el néctar de la tecnología y las innovaciones comunitarias.

El auténtico líder de todo grupo es el verdadero propietario de la información extrínseca e intrínseca que lo constituye, quien dispone por esto mismo de las llaves para cerrar las disputas inconvenientes y corrige a su antojo la lista de actividades pendientes. La información, los datos, el manejo de las comunicaciones, son el preciado tesoro en el capital de un liderazgo que pretenda ser efectivo.

El Estado posmoderno se ha ido especializando en la dificultosa tarea de resguardar información, de hallar las formas más adecuadas y eficaces para la transmisión interna, y de volver factible su presentación social del modo que resulte más oportuno a sus intereses administrativos.

Pulir una democracia para lograr la verdadera representación, incluye inevitablemente la mejoría de los canales de contacto entre el ciudadano y su representante, y el aseguramiento de la existencia de formas de prensa independiente con la consiguiente abolición de la censura de opiniones, tantas veces trasladada a la censura de conciencias. La libertad en los medios de comunicación es un síntoma de democracia en desarrollo. El increíble avance en el campo comunicacional es garantía de crecimiento democrático.

La World Wide Web y sus elementos afines, la red global -que no tiene cabeza, ni centro, ni torre de control- de esta aldea también global e impregnada de satélites, proporcionan un paso más, sin lugar a dudas decisivo, para el perfeccionamiento de nuestro preciado carácter de animales políticos, mediante la participación en la cosa pública a nivel superlativo. No sólo por facilitar la desmasificación, sino principalmente por el hecho de convertirnos a todos en potenciales y candentes emisores, dejando en el archivo histórico ese triste papel de receptores pasivos.

No sólo se trata de las posibilidades que estas tecnologías pudieran brindar a las instituciones de la democracia semidirecta, sino de las concretas y tangibles ventajas que en la actualidad ofrecen a la construcción de los modelos de realidad individuales los avances de esta Era de las Comunicaciones. Mientras seamos libres de informarnos tendremos libertad para optar en base a esos conocimientos adquiridos, y estaremos cada día más próximos a la libertad de elegir. Cuántas veces escuchamos aquello de que la prensa es el cuarto poder del Estado. Si hasta Rousseau incluyó entre los requisitos constitutivos de la República a la libertad de prensa.

El afianzamiento de un sistema equilibrado en sus principios y motivaciones justifica la contribución con el cambio: que “el fin” sea la construcción de un modelo participativo e integrador de las minorías… que “los medios” sean paradigma de honestidad y transparencia, modelo de diálogo apuntalado al consenso.


> Exequiel <