domingo, mayo 29, 2005

"Dicotomía, elección, 'democracia'", por Guillermo Vázquez

CERO. O el comienzo
Hay una frase poco propicia para comenzar este breve ensayo, que divide las aguas de la argumentación, de toda racionalidad, en nuestro caso: racionalidad política; la frase, entre refrán e ironía, dice: “Hay dos clases de personas: las que dividen al mundo en dos, y las que no”. Logra condensar en su retórica una forma clásica, “En el principio era la División”: inversión completa de la historia de occidente.
Dentro de “las que dividen”, hay un distanciamiento: ellas, la alteridad ante quien se presupone como autor. Y dentro de la selección natural agrupada bajo “las que no”, el resto, entendemos, por la forma de la frase (esto es sólo una mera intuición de pasada, dejemos en claro), por el posicionamiento gramatical de los sujetos, quedan como una pluralidad que, si bien universalizada, no ha sido apuntalada, señalada con dedo firme y denunciante: son la pluralidad, quienes o no dividen al mundo, o lo fragmentan, pero diversamente del dualismo.
¿Sabemos, entonces, a qué “grupo” pertenece quien pensó la ingeniosa frase? No. La respuesta podría ser obvia: evidentemente, en su afán persiste la división, acaso la más radical de las divisiones, llevada al extremo de su modalidad. No obstante, permitámonos decir, al menos, que la cuestión puesta en juego no es tan simple. Esta frase puede ser utilizada como excepción última: denunciar a los “dico-tomistas”, reprobar la plena vigencia de quien cree en un “Otro” irreductible, siempre presente, pero un “Otro” que es único (no hay varios), bajo la forma de la oposición; sin embargo, lejos estamos de una diagramación como anverso dialéctico de la contraparte del “mundo” en que se ubica. Aquí no hay dialéctica. Hay “elección“. Hay lógica binaria, hay argumentación clásica. Si bien, en sus principios, la dialéctica ha sido la primera “lógica” —en el sentido de medio argumentativo científico para proporcionar la validez de una proposición—, sabemos que el sentido de la lógica binaria, formal, es muy disímil al de la dialéctica como copertenencia última de dos contradictorios, acusada de “totalitaria”. Ahora bien: ¿es el sistema binario una salida a la forma totalitaria?

UNO. O de la incorrecta traslación histórica para explicar un problema
Sin abusar de la proclividad que fácilmente nos hace caer en la tentación fanática de las citas —que podrían ilustrar verborrágicamente el problema de las dicotomías dentro del marxismo—, recordemos solamente el hegelianismo reinante en la época del joven Marx, y las investiduras con que revestían las construcciones teóricas de Hegel en el plano político sus detractores, tanto de “izquierda” como de “derecha”, tendencias proclives a la bipartición. Los “nacionalistas” y los “liberales” alemanes de mediados del siglo XIX, unos a favor del Estado en detrimento de la sociedad, y los otros, en contra del Estado, a favor de lo social, estaban de acuerdo simultáneamente en oponerse a Hegel, o —en menor medida— en amoldarlo para reconocer en él un teórico que apoye sus respectivas consecuencias políticas. El problema que planteamos está desarrollado en esta “decisión” de orden político: ambas tendencias se negaban a pensar la sociedad en el Estado: no había posibilidad de solución, de tal manera, porque no se admitía la síntesis. Se desprotegían libertades para asegurar necesidades, o se privilegiaba la libertad por sobre todo, en detrimento de las necesidades. Ocurrió que el marxismo venía, en la teoría, a salvar esas diferencias producidas por la obnubilación y la eterna distinción: del reino de la necesidad, al reino de la libertad, se planteaba, si hay necesidades no existe la libertad, y en la medida en que logren superarse —tras el advenimiento de la sociedad socialista—, sólo allí sería posible la libertad, la verdadera libertad sin Estado alguno distinguiendo entre clases. No incumbe aquí el fracaso del autoproclamado “socialismo real” en sus diversas manifestaciones geográficas, sino acaso el triunfo imperante de la dicotomía, de la necedad ante los problemas que la síntesis venía a solucionar. El liberalismo burgués continuó obcecadamente utilizando la construcción de una libertad por sobre todo como “crítica” al marxismo, confundiéndose, ahogado en la obturación del pensamiento dual, sin admitir en forma alguna la posibilidad de síntesis. El liberalismo clásico continuó con sus anteriores consignas sin siquiera formular nuevas ideas en torno a las objeciones del marxismo, como criticar con Newton la teoría de Einstein. Quedó entonces, la fórmula. Optar o muerte, es la consigna. Y allí, nuevamente, la idea de sistema, más que nunca, sustentando las ideologías que le pertenecen, las más suyas (en tanto lo constituyen, lo “hacen sistema”: son ideologías oficiales del sistema, pero también son ideólogos del sistema): “a” y “b”, p o q, como dominio lógico del mismo.
La paradoja de tener un sistema incambiable que se define —inclusive por los propios apólogos del mismo— como “defectuoso”, pero que al mismo tiempo es “el mejor que hay”, nos lleva al trágico, angustiante hecho de tener que elegir, inmersos de por sí en el dualismo insuperable, sabiendo de antemano que cada opción tiene defectos, que nada hay en lo político que adquiera el carácter de perfección. Esto implica un inconformismo natural, una condena a una enfermedad crónica, pero —qué dudarlo, según dicen, comparando con otros sistemas— una enfermedad leve, como una incorregible nota al pie de página, que bien puede sobrellevarse sin alterar lo esencial. De tal forma, todo es visto como limitado; los errores de un polo del sistema son las virtudes del otro, que a su vez adolece de los beneficios de éste. Quien “elige” uno de los dos polos (una de las dos posibilidades electorales) sabe que al optar está desechando alternativas que en verdad hubiera querido ver realizadas, ítems que nunca van a lograrse en cualquier aspecto social, político, económico. Es un karma eterno, que perdura mientras perdura la dicotomía de un sistema.

DOS. O “el” número
Dos “grandes partidos”: no hay un magma social, ni un Partido Único como vanguardia política; tampoco tres o cuatro o veinte. Tal la construcción teórica del bipartidismo, diagrama supremo de las dicotomías en el marco político electoral —forma de dirimir el dominio político en las democracias representativas. ¿Por qué “dos”, entonces? ¿Qué trae consigo ese misterioso número?: porque el resto interrumpe, y la idea de sistema, aunque es unitaria, debe admitir variaciones en su seno interno para contrarrestar el posible advenimiento de lo que aguarda afuera, más allá de sus límites (aunque, precisamente, la idea de sistema borre, en buena medida, la idea de límite). Estrategia del Sistema. Astucia del Sistema: poner a otro dentro sí, como Jano, dos caras para el mismo dios, y evitar así las formas más radicales del miedo —origen último del sistema—: las verdaderas contradicciones, la otra lógica, la dialéctica, las contradicciones que acechan dentro del Sistema, pero constituyéndose en alteridad por fuera del mismo, negándolo, viendo la posibilidad de extirparlo desde su rincón más entroncado. Formas de lo mismo que propone el sistema absoluto con su binarismo engañoso, falso: no hay cambio sino oscilaciones preanunciadas, condenas a medir la política con una regla limitada.
Alternancia sobre el mismo fondo. No hay contradicciones, la lógica binaria del sistema bipartidista viene a negar las contradicciones, a pesar de su halo democrático, ni siquiera dejándolas solamente en un aspecto ideal, de conciencia, sino brindándoles la falsa apariencia de la posibilidad milenaria, providencial, de “elegir” dos opciones que son contrarias. El pacto, entonces, se da entre dos posiciones con las que necesariamente se identifican dos mitades (iguales o dispares, según el momento histórico) y quien no lo hace cae fuera del pacto, no puede sino admitir las decisiones de otros.
Se administran en los discursos bipartidistas dosificados en la conciencia social, dos dispositivos que van de forma conjunta: en primer lugar, la sana racionalidad de saber que nadie es enemigo de nadie, que a pesar de todo debe aceptarse la pluralidad de pensamientos, excepto aquellos que impidan pensar la pluralidad. En segundo lugar, como antesala de la dicotomía funcional, se hace la historia de una alternancia política a lo largo de los años de historia de un pueblo. La historia de un pueblo, de tal forma, es la historia de sus alternancias. Hasta cierto punto ambas ideas parecen contradictorias: se afirma la pluralidad, al tiempo que se educa para desechar. Como trasfondo a esas dos pedagogías discursivas que van de la mano en el sistema bipartidista, tenemos esto: el fuero introspectivo del sistema, el pacto entre dos grandes potencias, coadyuva a que no exista agresión. Aquí hay rastros de lo inconsciente, de la trama secreta sobre la que se articula el orden del régimen, la tregua de alternancia entre las dos opciones, las cuales saben que a lo sumo tendrán un tiempo de espera, tiempo prudencial —además— para construir la “crítica” y acentuar los beneficios de su órbita que la sociedad no tomó al optar por la otra, al mismo tiempo que atender la condensación de errores de quien detenta momentáneamente el poder. La tregua perdura porque lo que perdura es la alternancia, la significación temporal de A o de B (de p o de q).
El respeto hacia esto, se hace llamar democracia.


TRES. O la estrategia del juego como escenario político
Sea cual fuere el clivaje de turno (centroderecha/centroizquierda, republicanismo/democratismo, liberalismo/conservadurismo, etc.), nada llega a tornar al sistema —ni a la sociedad misma que opta— en maniqueo. Es una alteridad inmanente al respeto de los turnos. Se valora la oposición desde la totalidad de ambas razones: ambas razones son la totalidad, el absoluto de la univocidad de las relaciones de fuerza del sistema de fondo. Nunca falta, claro, la clásica rivalidad, en la cual todos están obligados a tomar partida por el color que les plazca. Curiosa y lúdica, tal la forma del favoritismo, donde solamente son dos los equipos que están autorizados a compeler en el juego. Son “juegos de poder”, como en alguna página ajena a nuestra labor expresó Foucault; y dentro de los mismos cada cual tiene su rol.
El proyecto del sistema bipartidista expone sus excusas y pudores democratizantes en debates y confrontaciones donde sólo dos autorizados —los “más famosos”, quienes encabezan la “intención de voto”— constituyen las opciones para generar la expectativa de que algo nuevo puede suceder tras cada elección. El enigma del recambio, de la sustitución de A por B, mantiene la curiosidad del electorado en el juego, escogiendo algún lugar en el palacio de la providencia, como en el juicio final, abstrayendo toda su voluntad sobre el rostro del milenarismo de un voto que puede “cambiar las cosas” —siempre hablando del juego, es decir, el cambio como desviación de la balanza electoral, del juego de fuerzas de la competencia íntima entre los siempre dos participantes: nunca del estado de cosas de la realidad—, que pretende ser decisivo, antes que emisor de una opinión, fruto del desenvolvimiento de una facultad voluntarista.

CODA. No hemos llegado a nada
Por lo menos hemos intentado plantear una interpelación de una lógica: si esa idea dicotómica de la democracia representativa, planteada aquí bajo la forma del bipartidismo, no es una mera casualidad, una contingencia de política electoral, menos que menos una elección de la sociedad: si es una construcción. ¿Se llegan a tener dos partidos por determinación interna de un sistema que engaña y censura otras “numeraciones”, o por una natural propensión de lo social a constituirse a partir de escisiones?
Quizá esa forma de la dicotomía absoluta en la elección se ajusta como anillo al dedo a la paradoja (donde “el sentido toma siempre dos sentidos a la vez”, según la expresión de Deleuze en la Lógica del sentido) con la cual habíamos comenzado: si debe haber dos, es porque el “mundo”, qué dudarlo, siempre está dividido en dos partes. Salvo para la otra mitad, que no lo piensa así, pero sufre el designio involuntario de ubicarse, a su vez, en el mismo rincón entrañable donde la dispone el doblez de la frase.