domingo, mayo 29, 2005

"Deconstrucción – Construcción – Destrucción de Poder", por Hernán García

Cuando los piquetes eran un fenómeno tan nuevo que no tenían una palabra para nombrarlos y tan novedoso que concentraban aún todo su efecto dislocador con su consecuente inmanejabilidad por parte del Estado, las cámaras grabaron imágenes que muestran con una desnudez prefecta dos lógicas de poder totalmente distintas , absolutamente otras. Un grupo de desocupados, reunidos en una manifestación organizada al margen de toda bandera partidaria, intenta dialogar con un funcionario, llamado a pagar el incendio de los neumáticos ardiendo sobre el asfalto. Este buen hombre intenta hacerles entender que, para acceder a sus demandas, deben elegir a algún representante, que así entre (contra) todos no se puede hablar. Los manifestantes parecen no entender e insisten, a su vez, en que perfectamente puede dialogar con ellos, y que no están dispuestos a perder su identidad como grupo diluyéndose en un representante.
El diálogo se prolonga estérilmente. Parece más bien la yuxtaposición de dos monólogos intraducibles, ininteligibles el uno para el otro. Esa inconmensurabilidad de los discursos y la tensa extrañeza resultante, muestra el abismo que se abre entre una y otra lógica, y que cierra toda posibilidad de reconocimiento, de diálogo y de un acuerdo genuino (en lugar de una cooptación o una disuasión por la fuerza). Lo que muestran la imágenes es la ruptura entre dos nociones de política, entre la vieja política de la representación y la gestión de intereses, y las nuevas formas de la política de la presencia y la autogestión.
La primera encuentra su imagen más fuerte, aunque no la única, en lo que se ha naturalizado como el lugar excluyente de la política: los partidos políticos y su aparato movilizador de recursos, instituciones sin las cuales se piensa imposible toda democracia (representativa, claro está). La segunda, por su novedad misma y su efecto dislocador, su nacimiento desde las grietas de la política partidaria, desde la ruptura, encuentra dificultad para institucionalizarse y nombrarse bajo un solo término sin, por ello mismo, traicionar su identidad y espíritu original. Pero, aún con mucho menos espacio en las páginas de la prensa y menos tiempo en el fluir de imágenes de los noticieros, los fenómenos de esta política de bases proliferan en la dermis de los social: agrupaciones piqueteros, asambleas barriales, movimientos campesinos, fábricas recuperadas.
Lo que tienen en común todos estos movimientos sociales, en su colorida heterogeneidad, es la actuación desde las bases, de acuerdo a los principios de autonomía y horizontalidad, en oposición a los supuestos de la política estatal y partidaria de heteronomía y verticalismo, disfrazados bajo el nombre de representación.

Deconstrucción del poder
Horizontalidad y autonomía se articulan en una lógica y una praxis consiguiente que nos remiten a los orígenes mismos de la política, en la polis griega. No sólo porque allí se pronunció por primera vez esta palabra “polítika” sino primordialmente porque allí se construyó la experiencia, quizás por primera vez en la historia, de un espacio comunitario en el que las decisiones colectivas se adoptan a través del diálogo y el consenso de todos los polites. El principio fundamental que posibilitó y fue posibilitado por ese espacio fue llamado isonomía: la igualdad de derechos, que no es la mera igualdad civil que se agota en el moderno derecho de sufragio como medio para elegir representantes. Es una igualdad sustancial en el reconocimiento como sujeto político, el acceso a la palabra y a la toma directa de las decisiones colectivas en el ágora. Para el griego, esto marcaba la diferencia abismal entre el poder puramente despótico, que reinaba entre lo bárbaros (como sometimiento del hombre por el hombre), y el poder político que se abría como un espacio o un tiempo en la vida de la polis. El mismo espacio-tiempo entretejido por las decisiones de los civitas romanos reunidos en comicios en los tiempos de la República.
Este sentido originario de la palabra “política” se fue diluyendo durante las mismas historias de la Grecia helénica y la Roma imperial. Pero fue en la modernidad, con el advenimiento de los grandes Estados nacionales, cuando la noción de poder político –por oposición a despótico– se trastoca en la noción de política del poder. El Estado se erige como el espacio exclusivo y excluyente de la política, y ésta es entendida puramente como el ejercicio de ese monopolio, no sólo de la fuerza, sino primeramente de la administración de las decisiones colectivas por parte del gobernante. Este monopolio implica, a su vez, la concentración de los recursos materiales y técnicos necesarios para la puesta en acción de esas decisiones, y la sabia administración de los mismos.
El resultado son los dos pilares que estructuran la noción moderna de gubernamentabilidad: la representación política y la economía política (que, por cierto, son los ámbitos antipolíticos si leemos la palabra política en griego). Ambos se resumen en la noción de tecnocracia. El poder lo ostentan aquellos privilegiados miembros de una clase dirigente y lo detentan los no menos privilegiados técnicos, dueños de un saber considerado indispensable para la administración de una sociedad tan compleja. Entre ambos se entreteje el cerrado circuito del poder, excluyendo de lo político (en sentido moderno) a todo lo “civil”, reducido, recién con la expansión de sufragio universal y el consecuente emerger de la democracia de partidos, a un mero elector periódico, demasiado periódico.

Bobbio distingue a la democracia de la autocracia en base a los diversos principios de legitimidad del poder: esta última se cifra en cierta superioridad del detentador del poder, imponiéndose de forma descendente; la primera es legitimada por el consenso de quienes son sus destinatarios, por lo que el poder se construye de forma ascendente. En principio, esto puede suceder tanto en la democracia directa como en la representativa, pero a condición de que la representación sea realmente consensuada y entendida como tal por los representados. Pero esa no parece ser, no es (a qué usar eufemismos) la situación actual en Argentina, en Latinoamérica y, por lo menos, en la gran mayoría de las democracias vigentes. Desde el momento en que la representación se desnuda como un disfraz, una mentira, una traición o una sobredosis de opio para el pueblo, la democracia representativa (única concebible en nuestras actuales sociedades de masas, según los teóricos cuyos límites de los pensable se inscriben dentro de una lógica política y se resisten a todo descentramiento) se vuelve autocracia, una tecnocracia. Se descubre su poder impuesto verticalmente, desde arriba, a una masa heterónoma, con el argumento (lógico) de la necesariedad del saber económico o de la legalidad del representante elegido (sin otra opción que la resignación) por el electorado. Pareciera que el “pueblo” de la “soberanía popular”, sólo acepta esas dos encarnaciones: masa o electorado. El resultado: poder de una elite dirigente con su corte real de sabios y alquimistas de la economía, y otros adivinadores y administradores.

Construcción – destrucción del poder
No es que el Estado moderno por definición sea antipolítico y excluya de su seno toda posibilidad de política de base. Por el contrario, no se explica la emergencia del mismo en la historia, su construcción como praxis social, sino es a partir de un espacio comunitario abierto por los hombres. En este mismo sentido, la noción d representación política es un avance frente al Estado absolutista de inicios de la modernidad, y quizás lo mismo se podría decir de la política de partidos respecto del parlamentarismo (que excluye de la política a todo aquel que no sea un “notable”). Incluso la aparición de la cuestión social implica un avance respecto de la polis griega, cuyo orden político se constituyó sobre la base de la esclavitud, con la exclusión de ciertos hombres no sólo de la categoría de lo político, sino de lo mínimamente humano.
El problema es que, en general, la lógica de la representación política, fundante de toda auténtica democracia indirecta, ha degenerado en verdaderas tecnocracias. Ese es el problema que estalló en la Argentina del 2001: una desgarradora crisis de representación, consagrada en el grito de un pueblo que vuelve a las calles para decir “Que se vayan todos”.
Pero con gritar no basta; apenas alcanza para desahogar el ahogo del desencanto. Con volver a poblar las calles tampoco; apenas alcanza para desalojar a un gobierno (sólo un inquilino), pero no para desterrar a la vieja política. No basta sólo con la movilización popular que funciona como un poder de veto circunstancial respecto las decisiones que sobrepasan el límite extraordinario de lo tolerable, como no basta la manifestación de bronca a través del voto en blanco. Si bien con ello se trazan los límites y las insuficiencias de la política representativa, del poder estatal partidario, aún se hallan por dentro de esos límites, dependiendo de un accionar positivo del gobierno para oponer su reacción. Los nuevos movimientos sociales han sabido pensar, desde esa grieta, más allá de los límites de lo pensable impuestos por la lógica de la política representativa y han salido a crear y ocupar nuevos espacios para lo político. Las calles y los puentes pero también, lo que es más significativo, las ágoras o asambleas.
Ahora bien, su construcción de poder desde la base con auténtica autonomía y horizontalidad, se alza en un contexto en que la política y el grueso de los recursos simbólicos y materiales (económicos y físicos) se hallan en poder de su lógica antagonista: el Estado. Así, la construcción de poder parece ser interpretada, por ambos extremos, como contrapoder, de manera que sendas lógicas políticas no sólo son diversas, sino que tienden a ser excluyentes. Y esto es así a tal punto que las mismas prácticas que para la lógica partidaria institucionalizada son la clave de construcción de poder, para la lógica de los movimientos de base instituyéndose se lee como destrucción del poder en proceso de construirse. Como si el poder fuera un juego de suma cero, viejo y querido axioma de la política partidaria. El clientelismo es la práctica que mejor representa esta contradicción: mientras los partidos construyen sus redes de influencia, compran votos y cooptan organizaciones y contentan (acallando) manifestaciones y reclamos, esta praxis es una de las grandes causas por las que el movimiento piquetero es inscripto, a fuerza de poder económico, dentro de la misma lógica de la heteronomía y el verticalismo contra la cual reaccionan.
A su vez el gobierno juega con el doble arma de la legalización / represión: impone a los movimientos sociales una determinada estructura jurídico formal y con ella, una lógica organizativa para poder acceder a ciertos beneficios, que acaban por lograr la pérdida de identidad y los principios fundamentales de las organizaciones de base. Como la otra cara de su monopolización de la facultad de juzgar los límites de lo permisible (ya no de lo permitido) siempre queda la violencia más cruda de la represión como arma para disuadir todo intento de ocupar los espacios públicos y presentar sus reclamos de forma distinta a la del correcto, formal y burocrático petitorio (que, una vez más, no logra sino reconocer la validez de la política exclusivamente estatal).
Pero quizás lo que haga mas evidente la incompatibilidad actual de ambas lógicas de construcción del poder, sea el hecho de que los mismos partidos de la izquierda ortodoxos, con quienes los nuevos movimientos parecen compartir enemigos y hasta muchas creencias, han dificultado enormemente la construcción de nuevas formas, realmente disruptivas, de poder. De modo similar con el Partido Comunista ruso se apropió de la experiencia verdaderamente revolucionaria de los soviets, los partidos de izquierda en Argentina han intentado monopolizar las identidades de las organizaciones piqueteras y de las asambleas barriales, imponiéndoles muchas veces objetivos, prácticas y tiempos que no eran los propios de las organizaciones autónomas y horizontales.
Tal como está planteada la lucha por el poder en la arena política hoy, comprobamos que la lógica de poder partidario representativo y la de poder de las organizaciones de base, no sólo encuentran dificultades para entenderse, reconocerse y acordar (como fue evidente desde la irrupción de las prácticas disruptivas de la nueva lógica). También parecen ser excluyentes. Sin embargo esto no tiene porque se así. Es posible pensar en una lógica de construcción del poder que combine los principios y las prácticas de la política de base, con las máximas de una auténtica democracia representativa, en la que las elecciones sean sólo un corolario en la construcción de poder desde abajo y no el punto de partida de la toma del poder. Sólo así será posible provocar una auténtica aunque nunca definitiva ruptura con la política del poder tecnocrático, verticalista y monopolizador de la demarcación de los límites de lo practicable.


Después de todo, quizás la política no sea más que un gran mito, que da sentido de pertenencia y sirve para reunir en torno al fuego ceremonial (el de la tribu o el de la ciudadanía) y dar un destino común, un espacio común para compartir mitos y resignificarlos. Acaso soberanía popular, representación política, dictadura del proletariado, horizontalidad en estado puro, autonomía absoluta, sean todos mitos paridos por la política.
El problema del mito, como la utopía, no es que sea tal, sino que deje de serlo. Entonces deja de ser ese espacio común. Las identidades entran en conflicto, se rebelan y levantan contra el antiguo mito que ahora es sólo un engaño, una traición. Cuando los mitos de la política han perdido su potencia para unir, para desplegar un espacio común, una geografía comunitaria, es tiempo (tiempo, ese gran mito) de forjar nuevos mitos, de romper con las cadenas que, cuando no unen, atan.