domingo, mayo 29, 2005

"El asalto al cielo", por José Rovelli

(…) las preguntas fundamentales, las que desde Platón a Marx, de Maquiavelo a Max Weber, de Hobbes, Spinoza, Rousseau o Hegel hasta Adorno, Sartre o Foucault, siguen siendo las decisivas: ¿por qué la mayoría de los hombres persisten en buscar amos, en alienar su libertad, su soberanía y su propia vida, perdiéndose a si mismos, renunciando a que la Historia sea su propia Historia? ¿Por qué no ha podido organizarse una sociedad verdaderamente humana sino bajo formas sucesivas y diferentes de dominación y explotación, con la violencia constitutiva que ello supone? ¿Por qué la supervivencia de la civilización –con todo lo que de indudablemente “sublime” ella acarrea en el plano de la cultura– debe necesariamente pagar el precio de una suerte de sacrificio ritual y sangriento de generaciones tras generaciones de aquellos mismos que hacen posible la civilización? ¿Por qué lo extraño, lo ajeno, lo no-propio, eso que ahora se llama “el otro”, se vuelve indefectiblemente siniestro y amenazante? ¿Por qué todo documento de civilización tiene que ser también uno de barbarie?[1]

El asalto al cielo
A pesar de los esfuerzos del individualismo liberal y de sus diferentes vertientes teóricas y de la putrefacta situación actual, en la que ya no comprendemos qué significa pensar, hacer, “practicar” la política, puesto que esta se ha degradado a los negocios sucios de “profesionales” y tecnócratas que se limitan al simple gerenciamiento de lo ya existente[2], aun sabemos que el hombre es un ser esencialmente político. El ser mismo de lo humano–material se expresa en esa politicidad que es lo propiamente antropológico, lo que define la humanidad del hombre.
A partir de las experiencias de los movimientos políticos y sociales argentinos de las décadas del 60 y 70, el problema del poder, acuciante cuestión que se imponía al analizar las relaciones entre los hombres y las fuerzas sociales, se fue planteando con más fuerza. La clásica expresión “toma del poder” –y sus equivalentes “asalto al poder” y “asalto al cielo”– pertenecen al leninismo, teoría que fundamento casi todos los procesos revolucionarios del siglo XX. El poder es concebido como un objeto, un “algo” que se toma, un “algo” que se posee o del cual se carece. Así como es posible tomar o asir un objeto también se puede tomar el poder. De esta manera, no se tiene el poder, no se lo ejerce, hasta que no se lo toma. La posibilidad de su ejercicio se funda en el acto previo de disponer de él. De esta manera, alguien o algunos lo tienen y de lo que se trata es de arrebatárselo[3].
Como consecuencia de lo anterior, el poder, como todo objeto, está ubicado espacio–temporalmente, se halla en un lugar determinado, se sitúa en un término abstracto –el Estado, la Ley o la representación colectiva– o en una determinada realidad empírica –el gobierno o la clase social–. Este lugar puede ser Balcarce 50, el cuartel de Campo de Mayo, el regimiento de la Tablada. Ahí se encuentra el poder en su estado puro, y los hombres que allí se encuentran lo poseen, son dueños de él. De manera que arrebatárselo implica trasladarse hacia esos lugares. Las columnas de la guerrilla cubana, la larga marcha emprendida por Mao Tse Tung y los asaltos a cuarteles militares de nuestra historia reciente son claros momentos históricos de manifestación de esta concepción objetivista o sustancialista del poder que, como ya se ha dicho, es esencialmente leninista.
El instrumento por excelencia para lograr este “asalto al cielo” es el partido político, una organización revolucionaria formada por sujetos revolucionarios. La línea se baja desde arriba, es verticalista y la sociedad se transforma luego de la toma del poder. Como en la teoría marxista tradicional el sujeto revolucionario es el proletariado, el partido debe ser un partido obrero y su meta próxima es la conquista del poder y el establecimiento de la dictadura del proletariado.
La crítica de esta concepción sustancial del poder comenzó a gestarse en la década del 70. Estas críticas se centraban en afirmar que el poder no puede ejercerse una vez que se lo ha tomado, porque en realidad, y en caso de eso acontezca, lo único que se ha hecho es ocupar el lugar que antes tenían los otros. De ninguna manera implica la ruptura de la dominación, de la relación señor-siervo –los denominados “socialismos reales” y su estrepitosa caída son un símbolo de la derrota de las revoluciones que se limitaron a tomar el poder–. Una concepción relacional del poder –el poder como relación social– es la que sostiene que el poder es una relación de reconocimiento entre sujetos, relación que se manifiesta de muy diversas maneras en el tejido social. En ese sentido es fluido, circula, cambia; no se sitúa sino que discurre en el tejido mismo de las relaciones sociales[4]. Michel Foucault sostiene: “el poder se ejerce mas que se posee (…) no es el “privilegio” adquirido o conservado de las clases dominantes sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas” [5] o “el poder, si se lo mira de cerca, no es algo que se divide entre los que lo detentan como propiedad exclusiva y los que no lo tienen y lo sufren. El poder es, y debe ser analizado, como algo que circula y funciona –por así decirlo–, en cadena”[6].
Lo interesante del aporte de Foucault es la consideración del poder como un fenómeno de compleja entraña, con múltiples y diversificadas raíces y con formas de presencia visibles e invisibles. Sin embargo, el propio Foucault niega que “…se deba concluir de esto que el poder está universalmente bien repartido entre los individuos y que nos encontramos frente a una distribución democrática o anárquica del poder a través de los cuerpos”, señalando que su principal objetivo es realizar un análisis inductivo del poder, que parta de los mecanismos infinitesimales y del entramado “microfísico” del poder para ver como estos son luego “…transformados, trasladados, extendidos por mecanismos cada vez mas generales y por formas de dominación global”[7]. En este sentido, se podría decir que el análisis que realiza Foucault, aunque enormemente prolífico para analizar las instituciones sociales y los mecanismos –generalmente sutiles e invisibles– de normalización y disciplinamiento, puede llevar a un inmovilismo de las fuerzas sociales si se renuncia a cualquier articulación de los micropoderes y a la construcción de un poder social “…que vaya transformando las relaciones de poder en la sociedad de modo que la transformación del Estado no sea un asalto a un aparato burocrático” [8].
Lo importante a rescatar de esta confrontación de ideas es el valor de la construcción de poder que realizan trabajadores desocupados y ocupados, habitantes de villas miserias, campesinos y estudiantes en sus debates, asambleas o con sus medidas de lucha. Lo fundamental es pensar como funcionaría una sociedad no regida en lo fundamental por valores mercantiles y no ceder rápidamente –irreflexivamente– ante el electoralismo –o el asalto al cielo–, para dar tiempo a la gestación de una alternativa autónoma, producto de varios años de articulación de los distintos movimientos sociales, políticos y culturales que, aunque trabajando desde hace mucho tiempo, emergieron con fuerza luego de los acontecimientos del 19 y 20 de Diciembre[9]. Un ex militante peronista y actual militante social y ecologista, Jorge Eduardo Rulli, afirmaba respecto de la tarea por venir “… hoy el Zapatismo, Bové y los campesinos franceses, las nuevas lecturas de Marx y la reivindicación de los procesos de rebeldías populares, el revival de sentimientos libertarios, el ascenso de los pueblos indígenas, las nuevas religiosidades y en especial el Ecologismo han cambiado el rostro de la Revolución, lo han humanizado, lo desprendieron de las cuestiones de la toma del Poder, lo desconectaron de los modelos de guerra o de lucha militar, lo arraigaron a la tierra y a lo local, le dieron otra escala… No es poco…”.
[1] Grüner, Eduardo: El fin de las pequeñas historias. Paidós. 2002. Pág. 292.
[2] Ya en Spinoza se pueden encontrar afirmaciones del tipo “la política es praxis, no ars administrativa”.
[3] Mao Tse-tung afirmaba en 1968 “…la tarea central y la forma suprema de la revolución es la conquista del poder a través de la lucha armada (…) este principio del marxismo-leninismo es valido en todas partes, en China y en los demás países”. (“Problemas de la guerra y de la estrategia” en Escritos Militares. Pekín. 1969.)
[4] Podría discutirse si el poder tiene momentos de reposo, de instalación, en los que adquiere una densidad ontológica mayor. Foucalt parece no apoyar una lectura de este tipo.
[5] Foucault, Michel: Vigilar y Castigar. Siglo XXI. Pág. 32.
[6] Foucault, Michel: Genealogía del racismo. Caronte. Pág. 31.
[7] Ibíd. Pág. 32.
[8] Tarcus, Horacio: Entrevista
[9] En este sentido, y como afirma el historiador Horacio Tarcus (en una entrevista publicada por el diario Pagina 12 el 2/6/2003), el caso del Partido de los Trabajadores de Brasil es muy interesante como ejemplo de gestación de movimientos sociales desde abajo articulados con un movimiento de transformación política. Esto es sostenible a pesar de la actual fractura entre el gobierno del PT y los movimientos sociales y políticos que lo llevaron al gobierno (Cf. Sader, Emir: “El movimiento social brasileño se aparta de Lula” en Le Monde Diplomatique. Año VI – Numero 67 – Enero 2005).